El Retratista

Facebook Post: 2014-08-20T06:01:41

Antes la felicidad era el verano. El contenido y también su continente.
Un fruto alcanzable con solo alargar el brazo. Un fruto que se mordía con el placer de la inocencia, mientras los jugos se nos escurrían entre los dedos y no importaba mancharse la camisa. Casi nada era importante y todo podía dejarse para después.

Quiero decir que no tengo malos recuerdos de ningún verano de mi juventud.

Tal vez porque la memoria es selectiva con estas cosas y ya solo me recuerdo leyendo a Kavafis en una playa y completamente desnudo -cosa bastante improbable, pero ¿quién no tiene como paradigma de la máxima felicidad encontrarse como vino al mundo, aunque sea en la intimidad de su casa?- . O me recuerdo al despertar de aquellas largas siestas, y el momento mágico de sentirme volviendo a la vida con el frescor del trago de agua de un humilde botijo de barro, mientras afuera rugía el terral malagueño y zumbaban las moscas en la cocina. Y había un olor dulzón a sandía abierta, y granadas también abiertas en el alféizar; y un perro inmóvil absorbiendo el frescor del terrazo en un rincón oscuro.
La siesta de un perro es la paz del mundo.

Y, cómo no ¿quién no se recuerda al descubrir en las risas de las muchachas y en sus muslos firmes la nostalgia del paraíso perdido? Uno que debió suceder antes del mundo como un big bang para el que no hay otra prueba que aquellas risas de dientes blancos.

Por eso sostengo de forma irrefutable que el verano le pertenece a la juventud. Es su tiempo y su espacio, contenido y continente de una felicidad hecha a su medida. Lo comprendo ahora, cuando la felicidad parece estar siempre en un séptimo piso sin ascensor y es preciso subir cargado de cosas pesadas. Cuando un momento feliz acaba como acaban las grandes comilonas, o una conducción de Évora a Sevilla en un coche prestado y sin sentirme Pessoa en su Chevrolet también prestado, camino de Sintra. (Pessoa describe otro sentimiento, no una mala digestión).

El verano le pertenece a la juventud. Y acaso también la felicidad. Eso lo pienso ahora que hay que esforzarse para ser feliz; cuando hay que cansarse y pasar malas digestiones.

Y lo peor de todo es que entre esto que describo en pasado y mi presente aquí y ahora, es como si en un momento me encontrara leyendo a Kavafis en alguna playa (desnudo ¿por qué no? -imaginad también que la playa está en Corfú-) y al momento siguiente alguien o algo me despertara a golpes de la siesta. Y ya estamos a finales de agosto. Y no hay agua fresca en un botijo, ni perro echándose una siesta inamovible porque ahora ladra como si a las puertas hubiera un intruso. Ni siquiera moscas goloseando los restos de un festín. No hubo festín. Y ahora hay nada.

Y así somos veranos acabados y malos presagios. La casa en ruinas de nuestros cuerpos semienfermos y mortales. Más mortales porque empezamos también a olvidar el paraíso. O a cuestionarlo.
Y los septiembres que vienen se agolpan ensimismados, como una manada de toros que -ay qué pronto- nos va a pasar por encima.

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